David Carril.- En El deseo de lo único. Teoría de la ficción
nos encontramos con un engranaje heterogéneo de ensayos diversos en los
cuales Marcel Schwob nos presenta -de forma divertida en ocasiones,
mediante complejas argumentaciones y conocimientos eruditos en otras-
sus teorías sobre el lenguaje, su forma de comprender la labor del
biógrafo, su estudio de Hamlet o sus reflexiones filosóficas sobre el
amor, el terror o la piedad.
Se trata de un libro sugestivo, lleno de aristas, que nos muestra a un
filósofo peculiar, a un teórico del lenguaje fascinado por el argot y el
lenguaje popular y a un profundo estudioso de los clásicos de la
literatura.
Si nos ceñimos al retrato que de Marcel Schwob nos hace W.G.C. Byvanck
en su conversación literaria con el autor y traductor francés, y que
conforma el primer capítulo del libro, podemos imaginarnos la fuerza
intelectual y la complejidad de este erudito inspirador de Borges,
fascinado con la figura de Hamlet -del cual fue también traductor-,
ávido lector de los clásicos y conocedor de la ciencia de su tiempo,
filósofo y lingüista original. El hombre de quien dijo Marguerite
Moreno, su mujer, que “tenía una inteligencia como los insectos tienen
ojos”, que ve “mediante diversos planos” y de “forma geométrica” nos
puede hacer pensar también en la figura a la vez monstruosa e hipnótica
de Monsieur Teste, el personaje de Valéry, el cual había rechazado
anotar todo pensamiento en el papel porque tuvo como objeto erigirse él
mismo en pensamiento, potencia intelectual pura. Por otro lado, también
Valéry era un erudito que se caracterizó por teorizarlo todo, por
mezclar todos los discursos, por tener siempre presente distintos planos
de la teoría y la realidad en el centro de su pensamiento.
En el primer capítulo de El deseo de lo único, Byvanck nos presenta a un
hombre embutido en sus libros y documentos que, tras desechar un manual
de psicología moderna de Bourget, rescata de entre sus desordenados
papeles lo que para sí es un hallazgo de inusitadas dimensiones: el
proceso contra los Coquillards, banda de criminales y vagabundos del
siglo XV, antepasados de la bohemia y verdadero objeto de interés de
Schwob a lo largo del libro. El rescate de esta figura peculiar por
parte de Schwob no es gratuito; inmediatamente nos hace pensar en la
sociedad de su tiempo, en el malditismo, en la Comuna de París, en el
coqueteo de Verlaine y de Rimbaud con aquello que se encontraba por
principio excluido de los buenos modales de la alta sociedad y que, sin
embargo, era pozo de atracción de poetas y desarraigados de la sociedad.
También nos presenta, de golpe y casi sin poder tomar aliento, la
contradicción interna de una sociedad que habla el lenguaje de las
ciencias naturales y del progreso, a la vez que hacina a las masas
trabajadoras de un Londres industrializado e inhumano del que nos
hablaría Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra.
En efecto, la época de Schwob es la época de un mundo accesible solo
mediante el lenguaje de la ciencia, pero también la de un mundo en el
que la deshumanización de las masas comienza a demostrar el otro rostro
del progreso civilizatorio. Es la época de Ibsen, pero también la del
nihilismo desencantado de Turguéniev.
Schwob se rebela contra el naturalismo y el psicologismo de su tiempo. Y
lo hace con una doctrina filosófica original, que podríamos llamar la
“teoría del péndulo”. Esta teoría está fuertemente unida a su teoría del
lenguaje, según la cual toda palabra es también un estado social y está
sometida como éste a una evolución propia, fluctuante entre dos
extremos. Schwob nos revela que el lenguaje de la high life está
precisamente en peligro por una nueva ebullición que viene desde abajo,
desde las masas anónimas y despreciadas que, bajo el movimiento
histórico del péndulo, son en potencia la organización futura de la
sociedad. El modelo de estas masas son, claro está, los Coquillards. El
argot es el lenguaje culto del futuro; bajo la aparente estabilidad, el
péndulo no deja de moverse y de crear las fuerzas que traerán el cambio
decisivo de la sociedad. Es una tesis que nos recuerda también a Marx y
al materialismo histórico: la sociedad genera en su seno las
contradicciones que finalmente alumbrarán un nuevo mundo desde abajo;
los oprimidos son el sujeto portador de la redención histórica. Pero
Schwob no solo sostiene esta teoría por un interés teórico. Como buen
poeta, es su estado de ánimo el que lo exige: “La perversidad me
seduce”, reconoce. “La inmoralidad es la precipitación de la convención
moral superior”.
Schwob
hallará en Hamlet la reproducción subjetiva de este péndulo en el que
se dan cita la interioridad y la exterioridad, el sujeto y el mundo. El
hombre pasa del terror a la piedad, y en medio de estos dos extremos
Schwob localiza el amor. Es preciso por tanto transitar el terror,
propio del ánimo subjetivo y egoísta, a la piedad, aquello que nos
despliega hacia el mundo y nos conecta con él. Cuando el mundo exterior y
el mundo interior se encuentran, se produce lo que nuestro autor llama
aventura. Para Schwob, la novela ha de ser una novela de aventuras en
este sentido último dado a la palabra.
Crítico con los experimentos literarios de su tiempo que transcribían de
forma monótona las leyes de la ciencia a las de la empresa literaria,
el escritor francés establece una separación de funciones clara entre la
ciencia y la literatura: esta última ha de hacer aparecer lo general
bajo la forma de lo individual pero, mientras la ciencia es el dominio
del determinismo, la literatura es el terreno de la libertad. El
determinismo de las ciencias naturales del siglo XIX esclerotiza y
anquilosa la acción humana; es por ello que Schwob espera el resurgir
futuro de la literatura en un tipo humano que pueda trascender este
lenguaje material y paralizador.
La teoría del péndulo sostendrá las ilusiones depositadas por Schwob en
este futuro acontecimiento, del cual el Uno mismo y en masa de Walt
Whitman puede ser ejemplo.
Pero será François Villon quien ocupe un lugar especial en este libro, y
ello por motivos evidentes. Aquel subversor del ideal cortés que
celebra a los moradores del patíbulo no solo satisface el gusto de
Schwob por el malditismo, sino que representa las fuerzas activas que
pueden dar vigor a una época en la que la libertad está cautiva en
brazos del determinismo científico. A la vez, diseña el esquema de una
vida en la que no se distingue lo bajo de lo alto, demostrando la no
distinción entre esos dos estados. Estudiante universitario, truhán,
farsante, amigo de obispos, Villon es para Schwob un revolucionario, un
auténtico “inversor de los valores” al modus nietzscheano. Como
dice el propio autor, “en un mundo en el que únicamente la fuerza, el
poder y el coraje tenían algún valor, él fue pequeño, débil, cobarde y
cultivador de la mentira”. Para Schwob, de la perversidad nace la
hermosura. Solo frente a la horca pudo Villon escribir sus mejores
poesías.
La imaginación no es para Schwob una huida de la realidad, sino
precisamente todo lo contrario: la potenciación de lo real. Aquí también
la imaginación es un potente revulsivo contra la idea de que la ciencia
otorga el grado de distinción correcta de la realidad misma. Así sucede
cuando Schwob nos habla de Robert Luis Stevenson, por ejemplo, de modo
que el ambiente irreal de la escritura de este autor trasciende la
realidad empírica para desvelarse finalmente como meollo mismo de lo
real, potenciación misma de la realidad mediante efectos vinculados a la
fuerza de la imaginación.
Schwob percibió que la literatura de su época se hallaba en una
encrucijada. Que había experimentado la crisis, pero no sabía resolverla
en forma de aventura. Era la situación inversa a la de Hamlet, quien sí
supo conectar su ego con el exterior.
De lo que se trata es de saber proyectar los fantasmas que germinan en
el ego, en el cerebro; pero ahora faltaba la voluntad de sacrificarse
por esos fantasmas mediante la creación artística. La perversidad se
queda encerrada en el yo. Para Schwob, sin embargo, el péndulo exigía
conectar vivamente este movimiento del ego con el mundo exterior. Hamlet
logra esta síntesis cuando la entrada del ejército de Fortinbras le
hace cuestionar su actitud con respecto de su padre asesinado. Aquellos
hombres que se dirigían hacia la muerte por una ilusión de gloria
resuelven la decisión posterior de Hamlet al arrojar luz sobre la
necesidad por erradicar de sí la indiferencia con respecto del asesinato
de su padre. Según Schwob: “Si el sacrificio se lleva a cabo teniendo
en cuenta a los otros hombres, en beneficio de la masa, si el ser tiende
a persistir en los otros seres, de la perversidad primera surgirá una
moralidad más alta, superior a la misma naturaleza”. De este modo es
como nuestro autor nos propone la idea de que de la fascinación por la
vileza y la perversidad surge la virtud verdadera y la solidaridad.
Sin embargo, bajo la altura teórica de estos principios, el caminante
que recorra las sendas de este libro estará rodeado continuamente de
aquello “contingente” y particular que reclama Schwob como lo
propiamente esencial de la literatura. Lo que es lo mismo: antes de
llegar a conclusión filosófica alguna, el lector habrá ingerido una
buena dosis de anécdotas, narraciones insólitas y curiosidades, raíces
todas ellas de El deseo de lo único, pensamiento concentrado de este ilustrado del malditismo.
Marcel Schwob, El deseo de lo único. Teoría de la ficción. (Edición
de Rocío Rosa y Cristian Crusat). Páginas de Espuma, Madrid, 2012.